En ocasiones la desconfianza nos pone agrios, miramos la realidad como esperando que las cosas buenas no ocurran. Observemos la escena de Jesús y Tomás que leemos en el evangelio de hoy. La incredulidad de Tomás da un espacio a que Jesús vuelva creíble la resurrección una vez más, la expone, se expone al poner todo de sí para aumentar la fe de los discípulos. Y Tomás cree y eso expande más el amor de Dios entre los hombres.

En la Vigilia Pascual, Francisco nos invitó a ver, escuchar y anunciar del mismo modo en que vieron, escucharon y anunciaron aquellas mujeres primeras que se deslumbraron ante la resurrección:

“La Pascua, por tanto, empieza cambiando nuestros esquemas. Llega con el don de una esperanza sorprendente. Pero no es fácil acogerla. A veces —debemos admitirlo— esta esperanza no encuentra espacio en nuestro corazón. También en nosotros, como en las mujeres del Evangelio, prevalecen preguntas e incertidumbres, y la primera reacción ante el signo imprevisto es el miedo. (…) Un cristianismo que busca al Señor entre los vestigios del pasado y lo encierra en el sepulcro de la costumbre es un cristianismo sin Pascua. ¡Pero el Señor ha resucitado! ¡No nos detengamos en torno a los sepulcros, sino vayamos a redescubrirlo a Él, el Viviente! Y no tengamos miedo de buscarlo también en el rostro de los hermanos, en la historia del que espera y del que sueña, en el dolor del que llora y sufre: ¡Dios está allí! (…) Después de haber visto y escuchado, las mujeres corrieron a anunciar la alegría de la Resurrección a los discípulos. Sabían que podían pensar que estaban locas, tanto es así que el Evangelio dice que sus palabras les parecieron «una locura», pero ellas no se preocuparon de su reputación ni de defender su imagen; no midieron sus sentimientos ni calcularon sus palabras. Solamente tenían el fuego en el corazón para llevar la noticia, el anuncio: «¡El Señor ha resucitado!»”.

Siguiendo en este sentido, lo que parecía clausurado de pronto se abre a la verdad, como una íntima Pascua repetida reconvertimos nuestras vidas. De esto también se trata la misericordia y el perdón que celebramos este domingo: dar la oportunidad a que Jesús haga nuevas todas las cosas cuando nos reconciliamos.

La celebración de la misericordia es la fiesta del perdón de Dios, de la puerta que nunca se cierra, de la mano de nuestro amigo Jesús que nos espera. Este año, después de los dos años de pandemia, nuestro Papa oficiará nuevamente la misa de la Divina Misericordia en la basílica de San Pedro y así alentaba a los fieles a participar: “Cristo nos enseña que el hombre no solo experimenta la misericordia de Dios, es también llamado a mostrarla a su prójimo”. Hacemos fiesta porque Dios está siempre dispuesto al perdón, y desea ardientemente nos acerquemos a Él, que ya dio no sólo el primer paso, sino que nos abrió eternamente las puertas de la misericordia.

San Juan Pablo II instituyó para toda la Iglesia que el segundo domingo de Pascua ──o sea hoy── fuera dedicado a la fiesta de la Divina Misericordia. Dijo “la Misericordia es la única esperanza para el mundo”. Por eso el Papa Francisco eligió esta fecha para la canonización del Papa polaco.

La fe nos colma de alegría. Por eso concluye Jesús: “¡Felices los que creen sin haber visto!”. Pienso en los primeros Cristianos que abrazaron la Fe por la predicación de los Apóstoles y los misioneros. ¿Eran menos favorecidos que los que habían escuchado las enseñanzas de Jesús o vieron algunos de los milagros? No. De hecho, algunos contemporáneos de Jesús no le creyeron y hasta lo condenaron. Por eso esta afirmación es tan alentadora para nosotros. “¡Felices los que creen sin haber visto!” La fe es un don de Dios que cada uno acoge con libertad en su corazón.

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y secretario general del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)